Hay creencias, ideas y formas de comportarse que son asumidas por esta sociedad de una manera normal, son antivalores de los que muy pocos se extrañan, menos se preguntan el por qué y casi nadie hace nada por cambiarlos. Estos antivalores causan injusticia y dolor a muchas personas que son ignoradas por el resto de la sociedad, son actitudes que están más cerca de lo inmoral que de lo ético. Pero, sin embargo, parecen tan aceptados que la sociedad lo tiene como una realidad más, en la que se crean separaciones morales entre grupos de población y que llegan a ser destructivos para los más desfavorecidos. Los antivalores atentan contra las creencias en las que se funda la vida en sociedad y que normalmente, no importan las consecuencias que tienen sus actos sobre los otros.
Estoy hablando de inmoralidad, de discriminación y de odio, frente a los valores que vende nuestra sociedad como son la tolerancia, la solidaridad y la igualdad, pero que nos olvidamos de aplicar demasiadas veces. Creamos socialmente antivalores culturales, estéticos, socioeconómicos, políticos y personales que nos deberían avergonzar como sociedad, pero que sabemos disimular muy bien. Son barrios marginales, poblados ilegales en los que malvive una parte de la sociedad, en que son discriminados y olvidados muchas personas, que pueden hacer frontera con esa otra parte de la sociedad que encumbra todos los valores éticos y económicos del capitalismo. Casi nadie se quiere plantear el por qué y cómo solucionarlo. Hemos optado por asumirlo, aceptarlo y condicionarlo a la realidad del día a día. Buscando explicaciones e interpretaciones a las costumbres y tradiciones de los que viven marginados. Es decir, viven así porque quieren, la sociedad no tiene culpa de que se automarginen, hasta ese punto llega la hipocresía social.
No importa la desigualdad, ni buscar fórmulas de armonía en la sociedad, hemos aceptado unos antivalores que conforman una serie de actitudes negativas, inadecuadas, incorrectas, incluso, peligrosas, que se contraponen a unos valores sociales, pero que preferimos dejarlo como está. Poco a poco, nuestra conducta como personas nos convierte en más insensibles, a quien no nos importan determinadas personas y, mucho menos, las consecuencias que nuestros actos tienen sobre otros. No es un problema de ahora, por la crisis económica o por la pandemia es de siempre, por eso se acepta con naturalidad, como si no fuera nuestro problema.
Podemos hablar del El Vacie (Sevilla), el asentamiento chabolista más antiguo de Europa, desde 1932, albergando a familias de origen trashumante, principalmente de etnia gitana, pero también payos y mestizos que suelen vivir del trapicheo. Ni la Expo-92, a escasos kilómetros, sirvió de punto de inflexión para cambiar un asentamiento de chabolas con problemas sanitarios, educativos y, sobre todo, económicos. En Madrid, aparte de la Cañada Real, chabolas improvisadas, bajo puentes, túneles, parques o descampados. En Barcelona, centenares de familias por el barrio olímpico de Poblenou. Sin olvidar Son Banya y Son Gotleu en la turística isla de Mallorca o los barrios marginales como las 3000 viviendas (Sevilla), la Mina (Barcelona), la Palma y la Palmilla (Málaga) o el Príncipe (Ceuta). Barrios y asentamientos que solo merecen unos minutos en las noticias o en los medios, cuando sucede algo negativo: incendios, asesinatos, alijos de droga o violencia en general. Lo demás no importa, son una parte aceptada de nuestras ciudades.
La noticia es que unos temporeros de origen migrante, el domingo, rompieron el encierro al que estaban sometidos en el asentamiento las Peñas, en Albacete, por la aparición de un brote de coronavirus. Albacete vive del campo y durante años ha utilizado mano de obra de origen migrante, sin política de acogida, sin facilitar alojamientos dignos, ni medidas asistenciales, durante muchos años las personas migrantes temporeras viven en asentamientos. Y, por supuesto no se han adoptado ni protocolos ni medidas para evitar el riesgo de contagio del coronavirus. La misma situación que en Lepe , Huelva o en Lleida. Los antivalores importan más que los valores, por lo menos eso parece…