Las colas del hambre, colas de personas en todas las ciudades para recoger bolsas de comida, son cada día más y más largas, como consecuencia de esta crisis sanitaria y económica del coronavirus. Son los nuevos pobres, quizás muchos lo sean ya desde la crisis económica de 2008, pero después de estos casi cien días de alerta sanitaria, miles de españoles y de inmigrantes han visto que han desaparecido sus ingresos y que se han visto obligados a recurrir a comedores sociales, bancos de alimentos, parroquias, asociaciones de vecinos y a diversas ONG para poder comer. Un presente cierto, del que en el futuro, nadie está a salvo. Y, lo dice alguien que sabe de los cambios que se pueden producir en una vida de éxito, porque yo fui un indigente, que por orgullo y por estar solo, nunca fue capaz de pedir nada a nadie.
Estas colas del hambre son de gente que vivía al día y que del día a la noche se han visto sin ingresos, con unos pagos que hacer frente y con una familia que alimentar. Horas de espera en las colas del hambre y de la vergüenza, para llevarse un brick de leche, un paquete de arroz, una botella de aceite, una docena de huevos o una bolsa de legumbres, que si son muchos en casa, no tienen ni para dos comidas. Ahora, quizás servirían esas comparaciones odiosas con Venezuela. Cuando las ONG, como la católica Cáritas Diocesana o la Cruz Roja y muchas otras organizaciones que se afanan por ayudar a una población olvidada.son incapaces de acabar con estas colas, es el Estado el responsable de ofrecer alguna solución.
Son muchos padres y madres de familia que han sido despedidos, que les han dejado en un ERTE o que no pueden trabajar porque son autónomos, muchos de ellos por primera vez en su vida. Son los ayuntamientos, las diputaciones, las comunidades autónomas las que se debe de hacer cargo de esta emergencia social, mientras el Estado mantenga los ERTE, las ayudas para autónomos, la renta mínima vital y sobre todo la posibilidad de tener un trabajo. Porque nadie quiere vivir de caridad, ni de la solidaridad, ante el agravamiento de las consecuencias del parón económico causado por esta pandemia. No es suficiente con este sistema de redes sociales, que desde hace tiempo, vienen haciendo el trabajo del Estado, de sostener a los más vulnerables.
La pobreza es un estado de debilidad, de dependencia, de subordinación o humillación, respecto a la privación de medios para conseguir la subsistencia. Podemos hablar de una pobreza del mundo desarrollado o estado del bienestar y una del Tercer Mundo, pero hay unos rasgos propios que caracterizan a ambas, la desigualdad. La pobreza no es ética ni estética, existe demasiada insensibilidad social, en la que como resaltó el economista y filósofo escocés Adam Smith en el siglo XVIII: «no podemos sentir corporalmente el hambre, imaginando el hambre que sufren otros sin recursos». Pero, si podemos, añadiría yo, hacernos un ejercicio de empatía. Solo el pasado y presente pueden ser ciertos, porque el futuro es siempre incierto. Las colas del hambre son la realidad de nuestro presente, que pueden ser la certeza de un mañana cercano, si no se hace algo para solucionarlo…