El principio de preocupación ha exigido declarar hoy, de nuevo, el estado de alarma. El Gobierno de España lo ha aprobado en todo el territorio nacional para contener la propagación de infecciones causadas por el Covid-19. En esta ocasión, la autoridad competente será el Gobierno de la Nación, pero la autoridad competente será la presidencia de cada comunidad o ciudad autónoma. Lo que supone a efectos prácticos, un blindaje legal frente a la acción de los tribunales, lo que les permite a los gobiernos autonómicos evitar que la justicia les tumbe algunas medidas. Mientras el “principio de precaución” es un concepto que respalda la adopción de medidas protectoras ante un riesgo grave para la salud pública, el estado de alarma permite tener a la disposición de cada comunidad autónoma unas medidas jurídicas de más alcance para dar cobertura a las necesidades más apremiantes y de mayor incidencia territorial. Intentando buscar una unificación de medidas para todas las CC.AA y que cada una pueda flexibilizar la aplicación de medidas.
El estado de alarma es un mecanismo constitucional, posterior al principio de preocupación, previsto en el artículo 116.2 de la Constitución Española, donde hay muchas críticas por parte de la oposición sobre la suspensión de derechos fundamentales, como por ejemplo el de la movilidad. Pero, su objetivo es asegurar la protección y tutela efectiva de los derechos y libertades fundamentales de todos los ciudadanos, donde la colaboración ciudadana, es imprescindible para que la situación pueda superarse con los menores sacrificios posibles. El problema es el desconcierto para la ciudadanía, de que cada autonomía tenga unas normas particulares, que no existan unas directrices comunes y que no haya una única autoridad, tema que fue muy criticado en la gestión de la pandemia en el confinamiento y desconfinamiento anterior. Y, que ahora, lo reclama la oposición.
No bastó el principio de preocupación en la primera ola, ni ahora tampoco. Los poderes no tomaron las medidas de protección necesarias, para eliminar o disminuir el riesgo, no se tomaron las medidas de prevención para evitar los contagios y la muerte de personas, se tuvo que llegar al confinamiento y al paro total de la economía con muy pocas certezas, para bajar las curvas y el colapso en la sanidad pública. Donde ante una evidencia como el Covid-19, hubo demasiadas carencias y muchas dudas. Lo que parecía evidente para uno mismo, no lo fue para los demás, especialmente para nuestros dirigentes. Pero, ahora en la segunda ola de infecciones por covid-19, tampoco. Con unas cifras desbordadas y aumentando cada día, seguimos mareando la perdiz, que: confinamiento perimetral, toque de queda, restricciones para la hostelería y el ocio. Y, obviando la falta de recursos económicos y humanos en la sanidad pública, especialmente en la Atención Primaria, la falta de test PCR y de rastreadores.
La única solución, después de haber intentado aplicar restricciones y de no dar sus frutos, es el confinamiento domiciliario, el método más eficaz, quizás el más impopular y temido. Que no debe ser como el confinamiento que se vivió durante la primavera, donde se puede simultanear el confinamiento con la actividad económica, donde se potencie el teletrabajo y que el resto de trabajos que necesiten la presencia de los trabajadores, se sigan desarrollando, sin cerrar las empresas. Que sigan abiertas las escuelas. Y, cerrando lo no imprescindible, tomando medidas apropiadas, necesarias y proporcionadas para reducir las cifras de contagios y muertes, evitando así el colapso de la sanidad pública. Es un problema que nos afecta a todos, sin excepción, cada día que pasa sin tomar dichas medidas, significa contagios y muertes. No queramos anteponer el «salvar la Navidad» a la salud de todos y todas…