La intolerancia y los prejuicios alimentan el odio y a su vez generan violencia. Un sentimiento tan emocional e irracional como el odio, es el que surge de algunos políticos y creadores de opinión. En la democracia manda la regla de la mayoría y el Estado de Derecho, pero algunas veces se ignoran por completo las necesidades y los deseos de las minorías.
Mientras, los partidarios de una conciencia nacional catalana arremeten contra España, están los que se aprovechan del anticatalanismo para cohesionar el voto españolista. El odio intenta pescar votos, tanto en un lado como en el otro, creando una bomba de relojería que puede explotar en cualquier momento. Con el odio, negamos, excluimos y queremos imponer la voluntad sobre otros. Los dos utilizan el extremismo del otro para justificar su propia existencia. Son dos polos opuestos que se necesitan.
La intolerancia y el odio corroen la convivencia cívica y democrática. Los políticos, las redes sociales y los medios de comunicación están deteriorando una tolerancia y respeto que se ha perdido, magnificando una división en la sociedad civil que es muy peligrosa. La falta de comunicación y consenso; la manipulación; el desprecio cultural y lingüístico; el no aceptar que otro piense diferente; la falta de debate democrático y el no defender las posiciones en el marco de la Ley son argumentos suficientes para que se cree un caldo de cultivo en el cual no es posible el acuerdo.
Generar odio entre españoles y catalanes es atacar al Estado de Derecho cuyo alcance y consolidación ha exigido muchos años de lucha y sufrimiento. Ni el supremacismo catalán ni el españolismo hacen nada bueno para la convivencia, porque ni en Catalunya las cosas serán distintas y mejores por ser independiente. Ni los catalanes que no quieren ser españoles se dejarán convencer por la unidad de España. Falta más diálogo, más consenso, en definitiva más política porque la violencia se sabe cómo empieza pero nunca como puede acabar.